18 de diciembre de 2010

NAVIDAD PARA NIÑOS... PARA SER MÁS NIÑOS

“En algunas ocasiones no es nada más que una puerta muy delgada lo que separa a los niños de lo que nosotros llamamos mundo real, y un poco de viento pude abrirla”. Stefan Zweig
         
          Ojala que todos fuéramos niños más a menudo y por más tiempo, o acaso, que el tiempo no consintiera en que dejáramos de serlo en algún momento. Niños, aunque sea a ratos; niños incluso cuando peinamos canas o cuando nuestra imagen fragmenta el espejo con las arrugas de nuestra piel. Niños hoy, niños en Navidad y niños por una eternidad… niños para soñar… O al menos volver a soñar que somos niños.

De niños nunca nos desbordamos; no necesitamos abrir las esclusas de la indiferencia o la estulticia. No nos basta con un poco de conocimiento; lo queremos todo y todo nos parece poco; queremos a todos y todos nos quieren. Anhelamos saber, conocer, alcanzar, rozar, hurgar, tocar, chupar. Nada es suficiente para alimentar la voracidad de nuestra sana ignorancia. Estamos en la inopia, pero con la ventaja de no ser acusados de ello. Y así, aunque ignoramos casi todo, nos divertimos cuando nos apetece y gritamos cuando nos viene en gana. Reímos. Jugamos. Exploramos… Aprendemos. Disfrutamos de la vida con intensidad y nos entregamos a ella sin límite y como únicamente de niños sabemos hacerlo. Somos felices; absurda y profundamente felices.



 

Entre todas las alegrías, la absurda es la más alegre; es la alegría de los niños, de los labriegos y de los salvajes; es decir, de todos aquellos seres que están más cerca de la Naturaleza que nosotros”. Azorín


  




De niños también lloramos. Las más de las veces, cuando algo nos molesta, alguien nos fastidia, carecemos de algo o nos niegan cualquier cosa, que en realidad normalmente no nos falta. En todo caso, si algo nos incomoda, aparece la mágica serenata del llanto, con frecuencia tan insufrible como irresistible. Es nuestra expresión, nuestro estandarte, nuestro clamor, nuestra pasión desatada, nuestro deseo desatendido… y, a veces, sencillamente, las fanfarrias que anuncian la llegada de un capricho. También son nuestros miedos incoherentes, desconsolados, descontrolados; el coco, el hombre del saco, el lobo. El sueño transformado en pesadilla y la pesadilla que nos arrebata el sueño. Es el llanto nuestro derecho y como tal lo reivindicamos y lo ejercemos; para eso somos niños. Y por eso, como niños, lloramos. De mayores y salvo ante la muerte, en donde todos estamos indultados, perdemos ese derecho, o en el mejor de los casos lo mantenemos bajo la atenta mirada de la censura que producen la inmadurez, la inseguridad y el qué dirán. En esta vida sólo lloran con orgullo y libertad los niños pequeños y los adultos maduros. A veces también los enamorados, aunque en ese caso la libertad es una cautiva de aquel a quien amamos.

Y siendo niños, risa y llanto entrelazan con frecuencia sus dedos y caminan abrazados, cogidos de la mano… No como el agua y el aceite, imposibles de mezclar, o como los polos iguales de un imán, que se empujan como toros bravos encelados, sino diluidos, como la sal y el agua del mar, o entremezclados, como las partículas que forman la arena de una playa sin final. Tan unidos, que configuran algo único y distinto. Así son la risa y el llanto: partes inseparables de un todo, expresiones de una misma infancia. Regocijo y tristeza enmarañados y alborotados por la mano atrevida de la inocencia. Manifestaciones tempranas de ese ser único, unívoco, auténtico e irrepetible que constituye cada uno de nosotros, en especial, cuando somos niños.

Pero por encima de todo, de niños, somos.

Somos ingenuos. La malicia, la alevosía, el interés y la conveniencia -ese cuarteto de barraganas- aún no han alquilado cama en la posada de nuestro corazón, ni han tiznado nuestra alma con el negro de su infausta presencia. Por eso nos creemos hasta lo increíble y lo increíble hace que el mundo sea un lugar maravilloso.

Somos sinceros. Nuestra actuación es legítima, sentida y espontánea. Quizás por eso transmitimos de forma intensa y convencemos fácilmente, como los buenos intérpretes o los grandes oradores. La autenticidad vive pocos años y la mayor parte de su breve existencia es compartida con la infancia.

Somos afectivos. Permeables a los sentimientos, a la parte más importante y bella de la vida. Nos emocionamos sin necesidad de ver una película y también cuando la vemos. Lloramos ante la pobreza, la muerte de nuestra mascota, o ante la destrucción de un bosque arrasado por las llamas. Lloramos ante la vejez, o la desgracia de un corcovado. También por ese beso de Papá o esa caricia de Mamá, por más que no lo digamos o lo disfracemos de enfado. Y decimos “vete”, cuando en realidad queremos decir “ven”. Somos amor en su máxima expresión.

Somos amigos. Amigos de nuestros amigos; amigos de verdad. Sin titubeos o contemplaciones, nos entregamos a la amistad como si fuera nuestra primera misión en la vida y por conseguir una tarde con un amigo somos capaces de llorar como si nos fuera la vida en ello. No somos capaces de imaginarnos aventura alguna si no es compartida… en realidad, nada tiene sentido si no puede ser compartido. Morimos por tener un montón de amigos en el colegio y nos sentimos morir si en algún momento dejan de serlo.

Somos personas. Por una vez, verdaderos seres humanos, pues la edad nos hace mayores en la misma medida que el tiempo desgasta nuestra inocencia, nuestra parte más humana. Si quieres ver a un hombre, a un verdadero ser humano, acércate a un niño. Si, porque al igual que vamos perdiendo los dientes con los años, también con la edad dejamos que la caries de la insensibilidad degrade nuestro corazón, hasta transformarlo en una piedra vacía, fría y sin vida. Ojala siempre lleváramos dentro el corazón de un niño, no sólo para vivir muchos años, sino para vivirlos con humanidad.

Somos generosos. La vida todavía no ha tenido tiempo de enseñarnos a ser miserables, algo que únicamente se aprende con los años. Incluso cuando somos egoístas, también la generosidad esta presente, pues lo hacemos abiertamente, de forma espontánea, sincera y con prodigalidad. Dar sin pedir nada a cambio, constituye la sublimación de todas las demás virtudes, tanto como la codicia, la envidia, el egoísmo y lo miserable, constituyen un destilado de los peores defectos y la frontera a partir de la cuál nos convertimos en bestias. Por la generosidad recordamos a los mejores hombres, aquellos que mantuvieron una parte importante de su niñez a lo largo de toda su vida, que fueron luz y guía en la oscuridad y por los que el ser humano aprendió que el amor y la felicidad, sólo son alcanzables a través del maravilloso camino de la generosidad. Por eso de niños somos felices… completamente felices.





 Protegedme de la sabiduría que no llora, de la filosofía que no ríe y
de la grandeza que no se inclina
ante los niños”.  Khalil Gibran










Somos todo eso y mucho más, porque de niños además de estar, somos. Luego dejamos de ser, aunque sigamos estando.

Tal vez por todo ello quiso Dios ser niño entre nosotros, antes que adulto; ser pequeño, inocente, para que pudiéramos descubrir su verdadera grandeza a través de la ingenuidad, la sinceridad, la afectividad, la amistad, la autenticidad y la inmensa generosidad de un niño. Una grandeza capaz de traspasar fronteras y barreras religiosas o culturales, uniendo a los hombres de todas las razas en una cadena en donde el color o la condición no sea lo importante. Una cadena de niños.

“Si quieres saber la verdad, pregúntale a un niño”… Me gustaría hacerlo; quizás así hallaría las respuestas que hoy no encuentro. Pero cada vez quedan menos niños jugando en el parque. Dejaron de hacerlo cuando abandonaron su infancia y ahora los columpios únicamente los ocupan aquellos otros que también quieren subir alto, pero no por diversión, sino para alcanzar poder o dinero. Remontar el vuelo sobre los demás ya no es un anhelo ingenuo, espontáneo, emocionante, aventurero o un afán de superación. Se ha convertido en una búsqueda activa, a veces enfermiza, que normalmente y en el mejor de los casos, termina en un paseo mezquino y fugaz sobre la alfombra mágica del dinero. Y desde allí nos caemos en cuanto la vida levanta la voz.

Y si bien acepto que el dolor, la enfermedad, la muerte y los problemas forman parte de la vida, me cuesta más entender cuando una buena parte de ello se produce de forma gratuita, por andar por la vida como auténticos cabestros, por haber relegado el amor –el amor más humano y menos egoísta; el amor sincero de los niños- al último escalón de nuestras necesidades o prioridades. Por haber dado la espalda a esos valores que nos hacen ser más humanos; más personas. Por haber terminado, en muchos casos, entendiendo la religión y el mensaje de Dios, como una letanía de rezos, observaciones, normas y rituales exentos de un verdadero significado. Y que además todo ello ocurra en sociedades privilegiadas, en donde la riqueza es abundante. Sociedades que se permiten el lujo de dilapidar, malgastar y derrochar, las más de las veces a consecuencia de un absurdo juego político y en una lucha por el poder, que termina por escupir en la cara a la vida, a la que se desprecia con toda esa insensibilidad.

Y en medio de todo ello llega la Navidad. Para mi la peor época del año, la más triste. Es cuando más cinismo observo a mi alrededor; cuando más pobres me parecen los pobres; cuando más solitarios me parecen los que están solos; cuando más dolor sufren los que sufren, cuando más enfermos están los enfermos; cuando más frío pasan los que pasan frío; cuando más insolidarios son los insolidarios; cuando más derrochan los que habitualmente derrochan; cuando más egoístas son los egoístas. En definitiva, la Navidad se ha convertido en el clímax de nuestra deshumanización… en el apogeo de nuestra torpeza; en la fiesta de nuestras peores pasiones; en el colofón de nuestros peores vicios. En la mayor muestra de nuestra infancia perdida.

Siento no poder disfrutar de esta Navidad y con frecuencia quisiera estar lejos de todo ello para respirar un aire menos viciado. Seguramente por eso me gustaría volver a ser niño. Tal vez así encontraría la respuesta en mi interior, sin necesidad de tener que buscarla más allá de lo que soy. Tal vez así podría disfrutar de una Navidad verdadera; una Navidad que durara todo el año y no los lacónicos fuegos artificiales en la que la hemos convertido. Una Navidad como la que dibujaría un niño.

Pero por más que nos resistimos, por más que nos arracimamos, la mano callosa del tiempo nos vendimia de la niñez y nos arroja al lagar de la juventud, en donde la vida y la sociedad nos machacan con sus pies descalzos y descarnados, hasta reducir nuestra humanidad a un maltrecho hollejo sin contenido. Emborricados y desembarazados de nuestros valores, los más afortunados ven su sangre embarrilada, para ser vendida más tarde en botellas etiquetadas y certificadas por la denominación de origen del todopoderoso estado:

Tonto Gran Reserva de 1984, de color zote oscuro, con matices azabache e infortunio. Aromas de alcornoque, algarrobo y crisantemo. Textura profusamente analfabeta, tirando a lerda; raspa ligeramente. Amargura prolongada en paladar, con tonos alienados y marcadamente abocado al fracaso. Final prolongado en agonía intensa.

Esa es la nota de cata -de cateto- que la mayoría de los hombres adultos llevan impresa. Y aún así, ni siquiera todos cualifican para ser etiquetados y comercializados: muchos acaban como cosecheros y vendidos a granel, o convertidos en vinagre, para fregar encimeras y suelos. Vinagre para aliñar la confusa ensalada en que se ha convertido nuestra existencia, nuestra Navidad, privada de verdaderos valores y en donde cualquier ingrediente es aceptado como válido… Pues en el fondo, da igual; todo es relativo. O eso quieren hacernos creer.

Quizás por todo ello, en Navidad, más que en cualquier otro momento del año, añoro la infancia y la alegría de aquellos días. Quizás por eso me gustaría volver a ser un niño, o que en mí quede siempre presente algo del que un día fui. No quiero dejar de ser ingenuo, sincero, afectivo, auténtico, generoso y amigo de mis amigos. No quiero que el paso del tiempo y la vida en una sociedad marchita, me priven de una verdadera Navidad y de toda aquella felicidad que conocí de niño. Una felicidad que nunca necesitó de grandes riquezas para ser, pues apenas dependía del dinero, el mayor ladrón de nuestra infancia. Bastaba un palo, espacio para correr y un día soleado para que la felicidad entrara en nuestra pequeña vida a raudales. Incluso bajo la lluvia y pisando charcos se podía ser feliz… Bastaba una pandereta y hacer mucho ruido con el corazón para que fuera Navidad. Ese es el verdadero regalo de la infancia y el que menos hemos valorado; por eso lo estamos perdiendo.

Hoy he vuelto a querer ser un niño y un año más le pido a ese Dios-Niño que recordamos en Navidad, que me permita serlo cada día un poco más; o al menos, que me permita conservar lo mejor de él que en mi pueda quedar. Ojala todos tuviéramos ahora y siempre algo de niños. Ojala quienes nos gobiernan también lo fueran un poco más. Ahora y siempre, todos un poco más niños… Ese sería el mejor regalo de Navidad para nuestro mundo.


La infancia tiene sus propias maneras de ver, pensar y sentir;
nada hay más insensato que pretender sustituirlas por las nuestras.
Jean Jacques Rousseau


Dedicado a todos mis amigos… en especial a los que lo han sido desde niños.
Dedicado a Alvaro y a Daniela, que cada día me enseñan a ser un poco más niño.
Dedicado a Mayte, “Mi Niña”.

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