7 de abril de 2010

LA REGENERACION SOCIAL: UNA NECESIDAD URGENTE


“No somos disparados a la existencia como una bala de fusil cuya trayectoria está absolutamente determinada. Es falso decir que lo que nos determina son las circunstancias. Al contrario, las circunstancias son el dilema ante el cual tenemos que decidirnos. Pero el que decide es nuestro carácter”.
José Ortega y Gasset




               Si algo se pone de manifiesto cuando uno lee la prensa, escucha los telediarios, participa en determinados foros o atiende a las tertulias económicas o políticas de radio y televisión, es la delicada situación por la que atraviesa España y la necesidad urgente de conseguir una regeneración social y en particular aquella que haga recobrar a la sociedad el sentido común y una vuelta a los valores esenciales. Al menos, esa es la conclusión a la que yo he llegado y no creo que sea muy diferente a lo que podría pensar cualquier otra persona sensata, con un mínimo de sensibilidad y objetividad. 

Más allá de los temas concretos que se discuten en dichos ámbitos, e incluso de los límites que establecen nuestras fronteras, se percibe con claridad que en la génesis de los problemas que afligen a nuestra sociedad se encuentra una profunda crisis de valores, que es en definitiva la verdadera patología que aflige al hombre occidental del siglo XXI. El bien, la verdad, la belleza… esos principios o valores elementales, que de manera tan brillante explica y difunde nuestro querido maestro Antonio Medrano, están en claro retroceso, frente a la proliferación de sus correspondientes antivalores: la maldad, el dolor, el perjuicio; la falsedad, el engaño, la artimaña; la fealdad, la deformación, lo grotesco. Y por encima de todo, un profundo egoísmo. Una bajamar que deja al descubierto el fondo del ser humano, que facilita la aparición de negras excrecencias sobre el alma y que permite ver el detritus que nuestras peores pasiones acumulan en el limo de nuestro corazón.  Ante este sombrío panorama, no es difícil que la desolación se adueñe de nuestro ánimo, en la misma proporción que aumenta nuestro conocimiento sobre la situación imperante.



Llegar a un consenso en cuanto a la forma concreta de conseguir esa necesaria regeneración social, no es tarea sencilla y lo mismo ocurre con el grado de implicación o el papel que estemos dispuestos a asumir frente a la situación actual, algo que sin duda entronca directamente con las circunstancias personales de cada uno. Aún con todo, creo que no sería difícil aceptar que aquellas personas a las que la vida ha favorecido con un razonable grado de conocimiento, ciertas dosis de cultura y la oportunidad de haber sido educadas en valores o en la esencia del cristianismo, tenemos una responsabilidad que no deberíamos eludir. De la misma manera, también podemos estar razonablemente de acuerdo, en que cualquier solución para regenerar a nuestra sociedad debería pasar –o al menos sería deseable que así fuera- por esos dos principios eternos y universales: la inteligencia y el amor. Inteligencia entendida como sabiduría, conocimiento, ciencia, equilibrio, comprensión de la vida, de nuestro mundo, de nuestros semejantes.  Amor, entendido como generosidad; amor por nosotros mismos; amor por el bien, la verdad y la belleza; amor por la naturaleza en todas sus manifestaciones; amor por el ser humano, por lo que hemos sido, somos y seremos; amor por el pasado, por el presente y por el futuro de nuestra sociedad. Amor por la Vida.

Si estamos de acuerdo en que la evolución del ser humano y el futuro de nuestra sociedad deberían cimentarse sobre esos dos conceptos, también será fácil caer en la cuenta de que su ausencia pone en serio peligro nuestra existencia y nuestra continuidad como especie. Así, una sociedad que fomenta el embrutecimiento, la necedad, la incultura y la ignorancia; una sociedad que promueve el egoísmo, el odio, el aborrecimiento, la deshumanización y el desamor, es una sociedad abocada a la involución y a la destrucción. Una sociedad, como la nuestra, regida por poderosísimas corrientes de intereses particulares, que nada tienen que ver con eso que denominamos inteligencia o amor, es una sociedad marchita y decadente. En definitiva, una sociedad en la que prevalecen las peores pasiones y los vicios o defectos más arraigados en el lado oscuro del ser humano, como el egoísmo, el apego al poder, las envidias, la codicia, el hedonismo, el materialismo, el nihilismo o el consumismo desmedido, es una sociedad, cuando menos, poco deseable y con un futuro incierto. Vicios y defectos que a todos, en mayor o menor medida, nos terminan por afectar. Quizás, entre otras cosas porque, de alguna forma, esos aspectos también forman parte de nosotros y porque con frecuencia, además de ser víctimas, también nos convertimos, inevitablemente, en cómplices. Incluso a veces, en verdugos.

Afortunadamente, hasta ahora y a lo largo de la historia, la tecnología o más bien la ausencia de ella y el alcance importante, pero limitado, del dinero, han permitido mantener un cierto equilibrio o moderación entre el lado oscuro y la parte más humana de nuestra especie. Un equilibrio que no venía dado necesariamente por el autocontrol, la moderación, el amor por nuestros semejantes o en virtud de esa dualidad universal que mantiene el equilibrio entre el mal y el bien, entre la luz y la oscuridad –el ying y el yang de las filosofías orientales-, sino sobre todo por los límites impuestos por los medios de manipulación, control y destrucción al alcance del ser humano. Un límite que hasta ahora también venía impuesto por la posibilidad de sobrevivir, bajo determinadas circunstancias, incluso en ausencia del dinero. Con todo, la sociedad también ha venido estableciendo ciertas barreras a la hora de aceptar que determinados individuos lleguen a hacerse con el poder y siempre ha habido excesos que, incluso para una civilización decadente, no son tolerables, como aquellos que constituyen un riesgo para la raza humana y en particular – y ese es el verdadero límite-, todo aquello que pone en peligro la continuidad y el “statu quo“ de los poderes económicos o políticos establecidos.


Sin embargo y a pesar de todo, a medida que la sociedad ha ido “evolucionando” y particularmente en las modernas civilizaciones occidentales, el equilibrio parece estar rompiéndose de manera definitiva: el desarrollo tecnológico y el aumento del poder y alcance de la economía de consumo y del dinero en general –omnipresentes y absolutamente necesarios incluso para nuestra más elemental supervivencia-, están desnivelando la balanza. UnaUna tecnología que, sin duda alguna, facilita nuestras vidas, pero que a la vez confiere la posibilidad de manipular a las masas a través de los medios de comunicación y mediante el fomento del consumo masivo e indiscriminado de bienes y servicios no siempre necesarios, configurando un perverso sistema retroalimentado. tecnología que ya no se encuentra exclusivamente en manos de unos pocos privilegiados y a la que cada día se tiene mayor facilidad de acceso, incluso por parte de elementos altamente peligrosos para nuestra sociedad, que los poderes establecidos no siempre son capaces de mantener bajo control. Una tecnología cuyo alcance, a todos los niveles, es cada vez mayor y que incluye la posibilidad de una destrucción total, o parcial a gran escala, de nuestra especie.

Paralelamente y también en parte impulsado por el desarrollo tecnológico, el dinero se ha convertido en un elemento esencial de subsistencia, en el eje sobre el que, inevitablemente, gira nuestra vida, transformando su innegable utilidad, en un auténtico culto enfermizo, en una idolatría obsesiva y fanática, que más allá de un sano y legítimo derecho de prosperidad y bienestar, ha llegado a convertirse en un yugo al que sometemos nuestra voluntad, nuestra libertad, nuestros valores, e incluso la propia razón de nuestra existencia.



Casi sin darnos cuenta, la civilización occidental parece ir avanzando hacia posiciones difícilmente asumibles desde el punto de vista moral. Lo que hasta hace muy poco nos sonaba a ciencia ficción, empieza a materializarse ante el análisis de lo que esta ocurriendo. Por eso, ya no resulta descabellado pensar que cada vez estamos más cerca de ese “Mundo Feliz”, que pronosticaba Aldous Huxley en 1932 y en el que ya advertía sobre la peligrosa combinación que constituye la unión de la tecnología y el poder. Al igual que en su novela, parece que en nuestra sociedad la felicidad sólo se puede alcanzar tras prescindir de elementos como la familia, la cultura, el arte, la religión o la filosofía… La diferencia, la grandísima diferencia, es que, a cambio de esas renuncias, en la novela de Huxley la pobreza y las guerras han sido erradicadas. Si así fuera en la realidad, tal vez yo también aceptaría con agrado –o al menos con resignación-, ese modelo de sociedad, que así planteado podría ser incompleto, pero razonablemente llevadero. No tenemos nosotros esa suerte y nuestra compensación no son más que unos efímeros fuegos artificiales, unas miserables combustiones fatuas o, más sencillamente, simples flatulencias de una mala digestión, que hacen sucumbir a nuestro planeta bajo el hedor del hambre y la destrucción. Y así, no sólo es prácticamente imposible encontrar la felicidad, salvo que uno se suma en la más completa ignorancia y acalle su conciencia, sino que el modelo es manifiestamente insostenible.



De esta forma y gracias al consumismo, al poder creciente del dinero y a la mala utilización de los modernos medios de comunicación, en especial a través de la televisión y el tratamiento binario de la información, el ser humano –o mejor dicho la parte más humana del ser humano- esta perdiendo la batalla, pues se están trastocando a gran velocidad los valores de referencia, hasta el punto de que una vez aniquilados los últimos reductos del pensamiento crítico, nuestra sociedad difícilmente tendrá una posibilidad de vuelta atrás. 




Así, en España y en general en las sociedades occidentales, existe un “stablishment” en donde los poderes económicos y políticos se han adueñado de la sociedad, hasta el punto de manipularla a su antojo, mientras disfrazan su miserable actuación bajo la apariencia de democracia, libertad y bienestar. Para ello se sirven del control de los medios de comunicación, de los órganos de poder públicos y privados, de la destrucción de la cultura, la religión y los valores de referencia, de la injerencia en la justicia, e incluso de la manipulación de las leyes que regulan la vida en sociedad. Paralelamente, e impulsado por toda esta corriente, se fomenta un consumismo desaforado, que nos convierte en esclavos del dinero, hasta el punto de necesitar prostituir nuestros valores y nuestros ideales, para poder pagar las facturas a fin de mes. Y es que para mantener y disfrutar nuestro nivel de vida, para aceptar el sistema social en el que estamos inmersos, inevitablemente debemos someter y amordazar a nuestra conciencia. Lo contrario sería sencillamente insoportable.



Inmersos en este patrón de decadencia moral y social, no resulta difícil llegar a la conclusión de que la justicia es relativa, que no todas las vidas valen lo mismo, que las reacciones del mundo “civilizado” no son siempre iguales ante la tragedia de una guerra, de la muerte prematura, de la violencia o incluso frente a la destrucción de la naturaleza y los medios de subsistencia. Cuando no existe un inmediato peligro para la vida en su conjunto y en un escenario favorable a los intereses de determinados grupos de poder, la tolerancia y el margen de permisividad aumentan hasta límites insospechados, especialmente cuando la sociedad civil brilla por su ausencia, cuando los valores están en crisis, la religión desaparece, o allí donde la incultura, la necedad, la indolencia y la estupidez humana asientan sus reales. El espacio vacío que dejan la ausencia de inteligencia y la carencia de amor, es inmediatamente ocupado por la ponzoña y el detritus que también llevamos dentro los seres humanos, especialmente cuando ello es alentado, alimentado, promovido y manifiestamente recompensado, por una sociedad que ha extraviado el rumbo.

Como consecuencia de todo ello, el pensamiento crítico del ser humano va desapareciendo, hasta instrumentalizar y relativizar todo, hasta admitir lo inadmisible. La educación se manipula –especialmente la educación en valores- y se va relegando a un segundo plano. La religión se abandona, para terminar adorando a los dioses del dinero y el poder, a los ídolos de la fanfarria y el esperpento; para arrodillarse ante las deidades de la estadística y la intención de voto. Tal y como señala Robert Spaemann cuando distingue entre la ética del deber y la ética de la responsabilidad cristiana, en el mejor de los casos, cumplimos con nuestros deberes en base a lo legalmente establecido y en función de lo socialmente correcto, pero adormecemos el código ético y dejamos a un lado la verdadera responsabilidad moral que tenemos con nosotros mismos y, sobre todo, con nuestros semejantes.



Por descontado, con toda probabilidad no existe un plan general, una única estrategia, o una fuerza oculta que manipule todo estos mecanismos para conseguir unos fines determinados. Es algo más sencillo: se trata únicamente de una suma de pasiones humanas, de una confluencia de intereses; de nuestros peores defectos y sus mayores exponentes haciéndose con el control de la sociedad. Nada nuevo bajo el sol… salvo el mencionado poder creciente del dinero y la perversa utilización del desarrollo tecnológico.



Como se puede constatar fácilmente, esto es algo que ya esta ocurriendo y basta –para quien quiera verlo- con abrir los ojos y mirar a nuestro alrededor, para darse cuenta de la gravedad de la situación, de que la misma es insostenible y que el equilibrio que mantiene el orden social que conocemos esta a punto de romperse. En mi opinión, que reconozco no tiene mayores fundamentos empíricos que el análisis y la reflexión ante éste sombrío panorama y no deja de ser una mera intuición, quizás no nos queden más allá de diez años, antes de que nuestra sociedad empiece a descomponerse de manera definitiva e imparable… si no hacemos algo antes por evitarlo. Esa y no otra es la realidad en la que estamos inmersos. Y si alguien cree que esta situación es sostenible, bastará con mirar hacia atrás en la historia, para darse cuenta de la dificultad de invertir la decadencia de una civilización una vez ésta ha adquirido cierta inercia, o en qué terminan los desequilibrios sociales, cuando alcanzan determinada magnitud.






Por ello, creo que no es exagerado decir que el tiempo se nos acaba; que cada día que pasa la situación se va deteriorando a pasos agigantados y que el terreno empieza a estar abonado para que las catástrofes empiecen a suceder en cualquier momento… O mejor aún, ¿no han empezado a ocurrir ya? El embrutecimiento de nuestra sociedad, la pérdida de valores, o el relativismo galopante se han convertido en algo con lo que convivimos a diario. Hechos como el 11-S o el 11-M, las guerras por el petróleo o las crisis financieras y económicas o los éxodos impulsados por el hambre, ya son una realidad y un indicador claro de la fragilidad de un sistema que hasta hace poco parecía incuestionable y cuya sostenibilidad suscita hoy, cuando menos, serias dudas. El aumento de la corrupción, los gastos suntuosos de ministerios, autonomías y ayuntamientos, la oposición mansa y ramplona, o incluso el propio gobierno del Sr. Zapatero y su pléyade de incompetentes, son otros ejemplos de la decadencia en la que estamos inmersos. ¿De verdad pensamos que nuestra sociedad puede soportar por mucho más tiempo tanto despropósito? Desde luego y a juzgar por nuestra laxitud, parece que muchas veces preferimos ignorar el altísimo precio que al final estamos pagando, pero sin duda estamos malversando nuestra existencia e hipotecando nuestro futuro.

Y mientras todo esto ocurre, la clase dirigente, nuestros políticos y en general todos aquellos quienes tienen la posibilidad, la obligación, el deber y la responsabilidad de poner remedio a la situación –o al menos intentarlo de forma seria y efectiva-, se dedican mayoritariamente a defender sus intereses particulares, a despedazarse por mantenerse en el poder o por alcanzarlo, a no perder sus activos financieros, o a que sus poco honestos negocios y partidos políticos –unos y otros inmundos chiringuitos de egolatría y codicia extrema-, sigan obteniendo beneficios en forma de dinero y/o votos… cuando no ambas cosas a un mismo tiempo.

Una clase dirigente –tanto política como civil-, mayoritariamente indigna, infame, irresponsable, insana, iletrada, impresentable, inhumana, desleal, y absolutamente mediocre, inconcebible en una sociedad evolucionada y que de forma invariable esta llevando a la raza humana a su destrucción… Una clase dirigente, que como en un negocio piramidal, su única preocupación consiste –y eso es lo único que nos concede un tiempo todavía- en ir pasando la bola hacia abajo, para que toda la podredumbre que están generando nos les estalle entre las manos y les impida disfrutar de todos esos bienes –riqueza y poder- acumulados de forma tan infame. Olvidan, en medio de esa orgía de destrucción de valores, dentelladas entre ellos y patadas a la vida, que antes o después las cuentas y los balances terminan por ajustarse y que cuando se rompen los equilibrios surge la catástrofe, a modo de ley universal, como único remedio para volver a un estado de equilibrio. El consuelo, mi gran consuelo, es que no existe un lugar en el futuro para ellos: o bien porque nuestra sociedad habrá sido capaz de evolucionar y no admitirá semejante perfil entre sus líderes… o bien porque la sociedad habrá dejado de existir como tal. Obviamente, mi empeño es luchar por la primera de esas opciones.

Por descontado, no se puede eludir el hecho de que los impulsos suicidas que empujan nuestra sociedad hacia la destrucción, forman parte de las peores pasiones que acompañan al ser humano desde el mismo origen de la especie y por ellas nos llevamos aniquilando desde hace miles de años. Por ello, sería ingenuo y pretencioso pensar que ninguno de nosotros tenga la capacidad de erradicar alguno de los aspectos que caracterizan a nuestra raza, o liberarnos de un comportamiento que ha ido arraigando a lo largo de un proceso iniciado en el período cuaternario. Aspectos que forman parte de los instintos más primitivos, fijados en nuestro paleoncéfalo, algo que constituye parte de la herencia genética y que forma parte de lo que en definitiva somos.



Con todo, la evolución del ser humano ha propiciado la aparición paulatina de un pensamiento reflexivo, que ha ido desplazando el comportamiento instintivo, algo que también forma parte del proceso evolutivo de nuestra especie y que por lo tanto, no sólo es un objetivo alcanzable, sino que es el que debería orientar nuestras acciones. Por ello, resulta paradójico que hoy nos encontremos con la terrible circunstancia de que el modelo social que hemos creado, en lugar de inducir a la reflexión y al pensamiento crítico, esta imponiendo un regreso a la rutina, al acto instintivo, a la funcionalidad y a la necesidad de sobrevivir en un entorno altamente hostil. Sin darnos cuenta, hemos creado una sociedad que también fomenta y propicia nuevamente el desarrollo de ese cerebro reptiliano, frente al pensamiento reflexivo del neocórtex, en lo que podría estar convirtiéndose en el principio de un terrible proceso involutivo, también a nivel fisiológico, de nuestra especie.

Afortunadamente y pese a todo, en medio de este oscuro panorama, siempre hay un lugar para la esperanza, pues son muchas las personas que no se resignan y que son capaces de dar la batalla… y la talla. Personas admirables que están a la altura de su grandísima humanidad, que no dudan en dar lo mejor de sí mismos y que están dispuestos a defender aquello en lo que creen. A ellos les debemos algunas de las mayores muestras de generosidad, de inteligencia y amor, y muy probablemente que la raza humana haya sobrevivido hasta hoy. Desde Jesús de Nazaret, hasta Mahatma Gandhi y la Madre Teresa de Calcuta. Desde el anonimato del que empuja una silla de ruedas, hasta quien da su vida por los demás con humildad y en silencio. El maestro o el médico, que enseñan o curan desde la abnegación y la vocación. El policía, el trabajador social o el voluntario, que creen que lo hacen vale infinitamente más de lo que por ello les pagan y pese a ello siguen haciéndolo… con una sonrisa en su cara y la felicidad en el corazón. La enfermera o el religioso, que entregan su vida a dar y preservar la vida, que lavan escaras y conviven a diario con la enfermedad y la miseria humana. El pequeño empresario, que lo arriesga todo por un proyecto desde la ilusión y el sacrificio, posibilitando y manteniendo en funcionamiento el sistema económico. Padres y madres, que en una sociedad hostil para la familia, se empeñan en sacar a sus hijos adelante contra viento y marea, sacrificándolo todo por tan noble y elemental labor, sin la cuál el ser humano dejaría de existir. Millones de héroes públicos y anónimos que día a día y a lo largo de la historia, han entregado o dedicado toda o una parte de sus vidas a paliar el dolor de sus semejantes, a perpetuar nuestra especie y a encontrar la felicidad a través de la felicidad de los demás.


Lejos, muy lejos estoy yo de esa ejemplaridad tan encomiable. Y si mi condición falible, humana y repleta de defectos no permite en medida alguna compararme con semejante fortaleza vital y con la integridad y el valor que hacen falta para convertirse en uno de esos héroes, considero su ejemplo como la luz que debería guiarnos a todos. Al menos, aunque sólo fuera para saber cuál es el rumbo a seguir y en qué dirección debería evolucionar la humanidad. Al menos, para saber que ese es el camino de la inteligencia y el amor... probablemente, también el de la sabiduría. Es su ejemplo el que me recuerda la obligación que tengo ante mí, ante ellos y ante esos principios inherentes a la propia condición humana. Así lo siento y así lo veo; renunciar a ello sería como apartar la mirada ante la realidad o más sencillamente, poner una mordaza a la conciencia, algo que veo hacer a diario a mí alrededor y en base a las más inconsistentes y peregrinas excusas que uno pueda imaginar. Y eso cuando alguien se molesta en darlas.

Llegados a este punto y aún aceptando que se pueda cuestionar la proximidad del peligro, también sería fatuo y enormemente pretencioso pensar que cualquiera de nosotros, por sí sólos, podamos cambiar las cosas. Pero lo que si podemos hacer es ayudar a despertar a nuestra sociedad, o más sencillamente, a aquellos que tienen los conocimientos y las facultades necesarias para hacerlo. Ellos son los que deben ayudar a recuperar el rumbo extraviado; ellos son los que deben liderar el movimiento de cambio y tomar de nuevo el mando. Por descontado, me refiero a aquellos que son, precisamente, los mayores depositarios de esas dos virtudes, inteligencia y amor, algo de lo que carecen la mayoría de quienes detentan actualmente el poder político, social y económico.

Creo firmemente que todos y cada uno de nosotros, desde nuestra modesta pero importante posición, deberíamos intentar contribuir a despertar a la clase intelectual –a los verdaderos intelectuales- y a quienes mayores ejemplos y muestras de amor dan a diario, para que entre unos y otros alcen la voz y remuevan las conciencias de nuestra sociedad adormecida. No hace falta más autoridad o mayor conocimiento, para insistir, desde el sentido común y el amor por la vida, que enfrentar y dividir a una sociedad es un gravísimo error, que la clase política que tenemos es absolutamente indigna, que destruir  los valores de referencia es la antesala de la aniquilación de la especie y que despreciar la vida sólo puede terminar en un profundo desprecio por nosotros mismos y lo que somos.

Por eso, desde ese sentido común y desde nuestra modesta postura, debemos aspirar a trasladar ese mensaje a nuestros semejantes, para que quienes deberían gobernarnos, asuman el control de la situación, para que el ejemplo a seguir sea el adecuado, para que de nuevo el rumbo de la sociedad y del ser humano sea el de la evolución y no el de la involución. Esa es la luz que debe guiarnos y lo que sí podemos hacer es contribuir a encenderla, a la vez que también la propagamos.




Aunque todavía clara minoría, son muchas las personas que a diario rechazan lo que esta ocurriendo y reniegan de semejante destino para nuestra especie. Seres humanos inteligentes, que son conscientes de la necesidad y la urgencia de poner en marcha esa regeneración social. Personas comprometidas, en muchos casos de forma anónima, en la recuperación de los valores, cuyo esfuerzo al no estar debidamente canalizado y sumado a otros muchos esfuerzos, resulta con frecuencia insuficiente para producir el cambio deseado. A esas personas es a las que debemos dirigir nuestro mensaje, para que sean ellos quienes de forma unánime alcen su voz, su cordura, su sensatez, su inteligencia, o incluso su autoridad académica, por encima de la estridencia y la cacofonía imperantes en nuestra sociedad.



Junto a ellos y como complemento o parte inseparable, habría que despertar y sumar las voces de los que más saben de amor; de quienes lo entregan a diario a manos llenas; de los que a buen seguro toda esta situación les dolerá en lo más profundo de su inmensa humanidad; de quienes intuyen, a través de su conciencia y su corazón, que lo que esta ocurriendo a nuestro alrededor, es causa de dolor y desamor, de hambre, de miseria, o incluso de muerte. Quien da amor ama la vida y quien ama la vida no puede ver con buenos ojos cómo ésta es destruida.



 Más allá de lo que cada uno de nosotros podamos hacer desde otros ámbitos, o de aquello que pueda pertenecer a nuestras acciones particulares o privativas, creo que ya es hora también de que la sociedad civil en su conjunto, trabaje en la dirección adecuada y de que nuestras voces se sumen a las muchas que ya hay. Desde la generosidad y la responsabilidad, desde la experiencia y el conocimiento y sobre todo, desde la inteligencia y el amor, podemos y debemos contribuir a provocar esa necesaria y urgente regeneración social. Es una oportunidad más que la vida nos esta ofreciendo y nuestra mayor proximidad a la realidad y el hecho de ser conscientes de lo que esta ocurriendo, debería inclinarnos a asumir un mayor grado de compromiso. Esa y no otra es la responsabilidad que implica el conocimiento. Y cuando el conocimiento se pone al servicio de la Vida y de los valores fundamentales, es decir del bien, de la verdad y de la belleza, es cuando el ser humano se encuentra un poco más cerca de alcanzar la sabiduría... y la felicidad.


“El hombre es un auriga que conduce un carro tirado por dos briosos caballos: el placer y el deber. El arte del auriga consiste en templar la fogosidad del corcel negro (placer) y acompasarlo con el blanco (deber) para correr sin perder el equilibrio”.
Platón

“Mientras las cosas son realmente esperanzadoras, la esperanza es un nuevo halago vulgar: sólo cuando todo es desesperado la esperanza empieza a ser completamente una fuerza”.       
Gilbert Keith Chesterton


(Texto y fotografías:  Iratus)

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