“En algunas ocasiones no es nada más que una puerta muy delgada lo que separa a los niños de lo que nosotros llamamos mundo real, y un poco de viento pude abrirla”. Stefan Zweig
Ojala que todos fuéramos niños más a menudo y por más tiempo, o acaso, que el tiempo no consintiera en que dejáramos de serlo en algún momento. Niños, aunque sea a ratos; niños incluso cuando peinamos canas o cuando nuestra imagen fragmenta el espejo con las arrugas de nuestra piel. Niños hoy, niños en Navidad y niños por una eternidad… niños para soñar… O al menos volver a soñar que somos niños.
De niños nunca nos desbordamos; no necesitamos abrir las esclusas de la indiferencia o la estulticia. No nos basta con un poco de conocimiento; lo queremos todo y todo nos parece poco; queremos a todos y todos nos quieren. Anhelamos saber, conocer, alcanzar, rozar, hurgar, tocar, chupar. Nada es suficiente para alimentar la voracidad de nuestra sana ignorancia. Estamos en la inopia, pero con la ventaja de no ser acusados de ello. Y así, aunque ignoramos casi todo, nos divertimos cuando nos apetece y gritamos cuando nos viene en gana. Reímos. Jugamos. Exploramos… Aprendemos. Disfrutamos de la vida con intensidad y nos entregamos a ella sin límite y como únicamente de niños sabemos hacerlo. Somos felices; absurda y profundamente felices.
“Entre todas las alegrías, la absurda es la más alegre; es la alegría de los niños, de los labriegos y de los salvajes; es decir, de todos aquellos seres que están más cerca de la Naturaleza que nosotros”. Azorín